Esta mañana, Kelly me hizo recordar que de niño celebrábamos Thanksgiving con mis abuelos.
Mi abuela materna, Mamitacita, organizaba la fiesta, y toda la familia extendida hacía un viaje de tres o cuatro horas por la carretera militar. Llegábamos tarde, y pasábamos dos noches en Ponce.
Dormía en el antiguo cuarto de Mami, rodeado de objetos extraños. Desde las tiaras y coronas del Club Deportivo en exhibición en el mueble a los pies de la cama, a la Inmaculada Concepción del Espejo que colgaba sobre la cabecera, hasta el enorme aire acondicionado color azul que me ponía a dormir con el ruido de sus motores.
Todo estaba siempre en el mismo lugar. Como un museo de cosas viejas suspendidas en el tiempo y fuera del alcance de mis manos curiosas
Como la fiesta sería temprano en la tarde, el desayuno era sencillo. Mis hermanos, primos y yo comíamos por tandas en la cocina, donde la enfermera ponceña de Mamitacita y su dama de compañía catalana nos supervisaban, mientras comíamos maicena, pan con mantequilla, y jugo de china.
El aparato más impresionante de la cocina era un candungo de 10 galones rodeado por un corsé de hierro que lo sostenía en el aire, y que dispensaba agua a los jarrones al inclinarlo hacia abajo. A mis ojos, aquello parecía una máquina de tortura medieval, y me recordaba los aparatos que rodeaban la cama de Mamitacita y la ayudaban a respirar.
Salía a la terraza después de desayunar para darle los buenos días. La encontraba en bata de dormir, medias y chinelas, sentada tomando el sol mañanero. Su cara bajo la sombra de una pamela, leyendo el periódico. Tenía el pelo corto, y apenas se veían sus rizos debajo del gran sombrero. Sus brazos y piernas delgadísimos salían por fuera de su bata de algodón blanco. Su piel era casi traslúcida.
Era tan delicada como los turpiales de mi abuelo, que mantenía en sus grandes jaulas de metal a pocos pasos de donde la encontraba sentada. Alzaba la vista del periódico y me daba su mejilla para que la besara.
El almuerzo era siempre comedido. Cantidades modestas de platos típicos en servicios de plata que las sirvientas habían pasado una tarde entera limpiando. Agua fresca, limonada, sodas para los niños. Cocteles para los adultos.
Nunca comíamos pavo excepto en estas reuniones, y el tamaño del animal era para mí una gran sorpresa. En mi mente, tenía que ser un pollo que había tenido un accidente nuclear. Sus muslos eran descomunales, pero su sabor dejaba mucho que desear cuando lo comparaba al Kentucky Fried Chicken.
Después de la fiesta, la cena era minimalista. Un plato de sopa de tomate, galletas Sultana, un vaso de leche. Los niños comíamos en el amplio vestíbulo de la casa que iba de la puerta principal a los cuartos y la cocina.
En un sofá de rattán, frente al televisor, bajo mi cuadro favorito. Era un óleo del famoso Mont-Saint-Michel, una abadía en ruinas de torres translúcidas, posada en el tope de una isla rocosa, protegida de invasores por mareas de cincuenta pies.
Me imaginaba a Mamitacita mirándome detrás de las rejas de una de sus enormes torres.
Por la noche, Mamitacita me visitaba antes de dormir. Su cuarto estaba al otro lado de un pequeño vestíbulo que guardaba los animales de peluche de Mami. Mi abuela se sentaba en la cama y me daba un sobito.
Sus manos eran delgadas y huesudas, pero eran más fuertes que las de Mami. Las sentía como una advertencia. Cuando mi abuela salía del cuarto, yo miraba a la Virgen y le daba las gracias.
2 responses to “Thanksgiving en Puerto Rico”
I love that photo!
¡Otra estampa enternecedora!