
“Muchachos, recuerden que esta noche, en la parroquia, será el concierto de Haciendo Punto en Otro Son, y mañana, en el Centro de Recursos, anunciaremos el primer premio por el mejor cuento literario. ¡Contamos con su asistencia!”
La voz musical de la Sra. Norma Villegas, la organizadora de la semana de Puerto Rico, salía por las bocinas de la cafetería del colegio. La Sra. Villegas era nuestra maestra de ciencias, pero también era una fanática de la cultura y literatura de nuestra Isla, además de ser una Mami raitrú.
Carlos y yo empujábamos nuestras bandejas de aluminio por los rieles frente a las ofertas del día.
“Un hamburger con papas fritas, por favor.”
Carlos señaló los patties de carne pasados por agua, arreglados en la fuente como si fueran cartas humeantes de un juego sabroso de solitario.
“Una empanada de pizza para mí, please.”
La hora del almuerzo acababa de empezar, por lo que todavía había chance de que el relleno de las empanadas estuviera caliente. Así eran buenas. Pero si se enfriaban, había que salir corriendo para el baño.
“Tún, tún / – ¿Quién es? / El gusano y el ciempiés… / Cierra la muralla / Al corazón del amigo … abre la muralla.”
Las voces de Josy Latorre y Silverio Pérez, se oían por los altoparlantes. La Sra. Villegas había puesto una grabación de “La Muralla” en el sistema de comunicaciones para darle propaganda al concierto.
Carlos y yo salimos de la fila y nos dirigimos a las mesas del comedor. Frente a nosotros había un archipiélago de colores blancos, rojos y azules, las polos de nuestros uniformes que nos identificaban como miembros de clases diferentes.
Vimos al Turista y al Santo sentados en la mesa con otros seniors vestidos en baby blue.
“Hola mi gente,” dijo Carlos mientras se sentaba en la mesa. “Pásame el kétchup, bróder, que si no le pongo un ton a este delicioso hamburger lleno de huesitos de perro (no doubt) capaz que me rompe los dientes.”
“¿Alguien ha visto a José?,” pregunté mientras me sentaba con mi corillo
“El Monumento debe estar practicando su discurso de mañana,” dijo El Santo.
“Ya tu sabes como es él,” añadió Johnny, “un nerdo de clavo pasao.”
“Eso dices tú, un californiano desterrado, que no sabe ni pizca de nuestra cultura, pero José se la coge bien en serio. Seguro que está tocando su cuatro en uno de los pasillos del colegio.”
Carlos y José compartían su gusto por los instrumentos acústicos de cuerda. Era el imán que los unía.
Miré a nuestro alrededor. Las persianas de la cafetería estaban abiertas y la brisa entraba por la mano derecha, el lado de las canchas de baloncesto, y salía por la izquierda, el lado de las alas del colegio. Un arquitecto americano de origen alemán había diseñado el compound de San Ignacio para aprovechar al máximo los aires caribeños, pero poco a poco el diseño original había perdido la lucha contra el aire acondicionado. Los edificios más modernos del plantel, como el edificio de ciencias, y el Centro de Recursos, estaban acondicionados y eran mis favoritos.
“Al veneno y al puñal … cierra la muralla. / Al mirlo y a la yerba buena. Abre la muralla.”
El anuncio repetido del concierto tenía a varios de nosotros emocionados, pero otros estábamos ya jartos. Sabíamos que traer por segunda vez al colegio a un grupo que defendía abiertamente la independencia de Puerto Rico había generado “conversaciones” entre los estudiantes y entre los maestros también. Algunos, como el Sr. Juan San Lázaro, nuestro maestro de historia de Puerto Rico, estaban más sonrientes que el guasón de Batman. Pero otros, nacidos y salidos de Cuba, como nuestro Principal, were non too pleased. El ambiente del colegio se había electrificado.
“¿Vieron las noticias hoy?” Pregunté al corillo.
“Yo le creo al chófer del carro público,” dijo El Santo.
“Pues yo no,” le soltó El Turista.
El año anterior, dos jóvenes independentistas, uno de ellos de nuestra edad, habían encontrado la muerte en un cerro de la Cordillera Central. No se sabía lo que había pasado. Unos pensaban que habían sido muertos en una balacera contra los agentes de policía, otros pensaban que habían sido traicionados y ejecutados a sangre fría.
El chófer había llevado a los jóvenes a las torres de comunicación para volarlas, y era un testigo clave. Su testimonio parecía contradecir el del gobierno estadista. El chófer era un tipo sencillo, parecía inocente, y tenía choreto a todo el mundo. Inclusive nuestro corillo estaba dividido. El Santo (salsero al fin) y Monumento (fanático de la canción de protesta) estaban de un lado del asunto. El Turista (rockero del parking) y Carlos (un groupie de Crosby, Stills, Nash and Young), estaban del otro lado. Yo, como siempre, on the fence. No me podía decidir.
De pronto alguien gritó, “¡Food fight!”
Las islas coloradas de sophomores y juniors se levantaron contra las islas de los mojones de primer año, y les dispararon misiles enquetchupeaos de papas fritas, apuntándole a las polos blancas. Las papitas daban en el blanco y los mojones caían al piso manchados de kétchup en una redada salvaje. Frente al ataque a mansalva de los sophomores y juniors, los seniors baby blues nos levantamos a una vez, y les tiramos cantos de pizza y hamburger que se confundían con las camisas rojas. Así defendíamos a nuestros Little Brothers.
El pandemónium duró hasta que los padres entraron al comedor y lograron imponer una tregua temporera. Mientras trataban de identificar a los responsables por la pelea entre nosotros, miré por las ventanillas a las alas del colegio. Allí estaba El Monumento, sentado en uno de los bancos de concreto, con el cuatro en la falda. Solo. La cabeza baja. Creo que lo oí tarareando “La Muralla” de Haciendo Punto.
“Para hacer esta muralla, tráiganme todas las manos. / Los negros sus manos negras. / Los blancos sus blancas manos.”
***
Esa tarde los miembros de nuestro corillo hacíamos fila para entrar a la parroquia y oir el concierto. Los padres habían dado permiso para que Haciendo Punto cantara en la iglesia.
El edificio estaba retirado del centro del campus. La cruz volaba sobre las puertas de entrada y subía de una tupida selva de plantas tropicales y enredaderas que terminaba en el parking. A ambos lados de la puerta se extendían las dos alas del edificio blanco, y cada ala tenía puertas movedizas de madera que se abrían para dejar pasar la brisa de lado a lado. Una que otra paloma se colaba por el recinto sagrado.
En cada puerta, había un miembro de seguridad, reclutado de nuestras familias por el equipo organizador, usualmente mamás que velaban que nadie se colara, y que todos pagáramos la taquilla de entrada.
“¿Ya viste el programa?” le pregunté a Carlos.
“Aquí lo tengo.” Dijo José (aka El Monumento), y lo pasó entre nosotros.
“El programa hace referencia al origen de la Nueva Trova. Fue la lucha contra la presencia del ROTC en el campus de la universidad de Puerto Rico,” dijo Johnny, tratando de cucar a Carlos.
La familia de Carlos era de cepa independentista, pero su tío había jugado fútbol americano en una universidad de los EEUU antes de servir con distinción en los Marines en la guerra de Vietnam. Carlos era un pacifista que se oponía a todas las guerras, inclusive a las escaramuzas de los estudiantes independentistas.
“Es irónico que un grupo como ese esté cantando en una iglesia,” comentó Carlos.
“Es por la acústica,” dijo El Monumento. “Tengo un oído de tísico, y todo suena mejor desde el centro de nuestra parroquia.”
“Sí … pero…”
Una conmoción interrumpió la objeción del Turista.
Silverio Pérez, Josy Latorre, y los demás miembros de Haciendo Punto se acercaban a la puerta principal de la iglesia para saludar a los estudiantes y a sus padres. Se dirigían hacia nosotros. Miré a José porque sabía cómo los idealizaba, y lo vi frizarse frente a los celebrities. No pudo decir ni jí. Se quedó tieso como un verdadero monumento, y le hizo honra a su apodo.
Cuando los músicos pasaron de largo, El Turista se burló de él.
“Vámonos de aquí, Carlos. No puedo creer que José se haya quedado patidifuso. ¡Como si hubiera visto a Jethro Tull, a Crosby, Stills, Nash and Young, o al mismo Jesucristo!”
Friendo y comiendo. Carlos y El Turista se salieron de la fila, y cogieron para el parking a sentarse a oír su música favorita. Otro tipo de canción de protesta, supongo.
Mientras tanto, El Monumento entró rápido a la parroquia para asegurarse uno de los bancos al frente de la tarima, mientras que El Santo y yo nos sentamos más atrás, entreteniéndonos con los misales, en espera de que empezara el concierto.
Las luces altas se apagaron, los focos multicolores alumbraron al grupo, se oyó el cuatro, la flauta, las congas y Josy Latorre cantó, “Desde el fondo de la historia me ha salido esta canción …”
Le pedí al Santo el programa y ví que la primera canción era “El alacrán colorao,” un tema de El Topo en protesta contra la presencia de la marina americana en Vieques y Culebra.
“Al alacrán colorao se le da por la palanca, dale duro, dale duro, dale duro pa que caiga.”
La audiencia saltaba, bailaba y les hacía coro.
“Dale, dale duro. Dale, dale duro.”
Miré adelante, vi al Monumento mudo y embelesado, frente a la tarima. Me volví hacia Víctor que cantaba, “Paque se vaya, que no regrese, pa que se caiga, para siempre.”
No pude contenerme, y le pregunté, “Ven acá broqui, ¿y tu estás completamente seguro de quién es ese famoso alacrán colorao?”
El Santo dejó de cantar por un momento.
“No me bajes la nota, Padrino. Todos sabemos quién es el alacrán colorao, aunque algunos estén en denial.”
Miré a través de las puertas laterales abiertas hacia el parking. En la noche oscura, se veía el fuego de los lighters Bic prendiendo los cigarrillos de El Turista y Carlos que boicoteaban el concierto desde sus carros.
***
Al día siguiente, bajamos las escaleras y entramos al Centro de Recursos Quevedo Báez. Habíamos sido convocados para el anuncio del premio de literatura de la Semana de Puerto Rico.
Manuel Quevedo Báez había sido un caballo de la historia del colegio. Graduado del colegio jesuita cuando estaba localizado en Santurce hacía años, llegó a ser un médico importante, además de un escritor de cuentos literarios y artículos políticos en pro de la independencia de Puerto Rico.
El centro era un edificio moderno enfriado por aire acondicionado central. El espacio principal era un anfiteatro con mesas y sillas que le hacían frente a una tarima. A ambos lados del espacio colgaban los estandartes de las clases del colegio. El nuestro era el último de la serie.
Nuestro león tenía tremenda cabeza con una melena bestial. El corillo lo llamaba el león de Saturday Night Fever.
Era una figura negra imponente rodeada por un cielo color oro. Se levantaba monumental sobre un promontorio verde que compartía con una pequeña cruz que llevaba las iniciales JHS. Era un símbolo del caballero ignaciano, de su defensa de la fe católica, pero también de la Isla de Puerto Rico.
El Monumento, El Turista, El Santo, Carlos y yo nos sentamos en la misma mesa. Carlos había traido su guitarra. Víctor, Johnny y yo nos mirábamos preguntándonos con la vista qué se traía entre manos.
“¿Qué les pareció el concierto de ayer?” Pregunté.
El Monumento me contestó la pregunta de manera pausada, después de pensarlo un momento, como era su hábito.
“Soy un acólito del grupo, me sé varias de sus canciones de memoria. Junto con Aires Bucaneros, Haciendo Punto es de los mejores grupos musicales hoy en Puerto Rico. Silverio Pérez y Roy Brown son de un pájaro las dos alas.”
“Ya sabemos el efecto que tienen esos dos pájaros en ti,” dijo Johnny.
“¿Y qué se supone que quiere decir eso?” Le sopló José, que no se quedaba dao.
“¡Bajen el diapasón, muchachos!” Intervino Carlos.
“Nada más que esas aves raras son un par de comecandelas, y hay que tenerles cuidao,” dijo El Turista.
“No veo la hora cuando terminen las clases y no tenga que soportar más tu semblante colorao,” le contestó El Monumento.
En ese instante, La Sra. Villegas subió a la tarima y se dirigió a todos nosotros.
“Y ahora, el momento tan esperado. El ganador de nuestro certamen literario es José González. “¡Un aplauso por favor!”
El Monumento se puso de pie, dejó atrás nuestro grupo, y subió al escenario.
La Sra. Villegas lo abrazó y le dio un beso en la mejilla. El Principal le dio la mano y un certificado del colegio. El Monumento volvió a la mesa, sonriente, y se sentó con nosotros, pero al otro lado de El Turista.
“Y ahora, para cerrar la Semana de Puerto Rico con broche de oro, Carlos Quevedo, biznieto de nuestro admirado Manuel Quevedo Báez, tiene una sorpresa para todos nosotros.”
Nos volvimos hacia Carlos que se puso de pie y subió a la tarima con su guitarra.
Las luces se volvieron más tenues, y Carlos se sentó en una silla alta que La Sra. Villegas le había traído.
Se hizo un gran silencio. Mientras miraba a José y a Johnny a los ojos, Carlos cantó un famoso tema de Roy Brown.
“Es que ser hombre es seguir / sabiendo lo que fue enantes / y no dónde va a morir.”
“¿Qué quiere decir ‘enantes,’?” le pregunté al Monumento.
“Quiere decir ‘hace un instante’.”
Bajo la sombra del Centro de Recursos vi como El Monumento estrechaba la mano que el Turista había extendido desde el otro lado de la mesa, en un acto de amistad y reconciliación.