
El Santo está brillando hebilla con Tutti en una sola loseta al son de “More Than a Woman to Me.” Los espío desde detrás de una de las columnas del Disco Casino. ¡Me han traicionado!
Esta mañana, El Santo y yo salimos en las camellas cosa de parar un momento en Stereo Warehouse para comprar un cassette tape. Teníamos el sistema planchao. Primero oiríamos un par de discos, y después los compraríamos si los tuvieran en cassette tape. Llevábamos la grabadora en las bolsas de las camellas, junto con el traje de baño, el set de backgammon, y el Hawaiian Tropic.
Abrimos la puerta de cristal y el aire acondicionado arropó la piel sudada por el viaje en bicicleta. Fuimos directamente al área de los álbumes, alfabéticamente ordenados. Yo fui a la sección de Rock y Pop, y el Santo fue a la de Salsa. Cada cual pasó unos minutos barajeando discos, y mirándonos el uno al otro para chequear lo que estábamos considerando. Cuando tuvimos varios discos nos hicimos una señal, y caminamos, uno detrás del otro al islote con el disc jockey en el medio.
Stereo Warehouse tiene una forma cañona de vender álbumes. Te dejan oír el disco antes de comprarlo, aunque tengan que cortar el sello de plástico. Tocan el álbum en un sistema de sonido bestial instalado en el centro de la tienda: platos Pioneer, receivers Kenwood, y headphones Koss todos conectados al islote central. Te dejan oír el disco que hayas escogido, a la misma vez que cuatro o cinco otros clientes.
Víctor y yo nos sentamos en las sillas altas uno al lado del otro. El Santo me enseñó el disco que había escogido. Era un caballo para la Salsa. Tenía una colección nítida de Héctor Lavoe y Willie Colón, Roberto Roena y su Apollo Sound, y el Gran Combo. Le pasó “Soledad,” el último disco de Raphy Leavitt, al disk jockey.
“Ponte ‘Amigo mío,’” le dijo.
Mientras El Santo oía su canción, le pasé mi disco al disk jockey. Soy un fiebrú del Rock, pero con el éxito del Disco, me han venido a gustar las canciones románticas Pop. Me gusta Phil Collins y tengo quemao “Duke,” de Genesis. Esta mañana me decidí por “Nightwatch” de Kenny Loggins.
“Pónme, “Whenever I Call You ‘Friend.’”
El Santo y yo tenemos gustos muy diferentes en parte porque venimos de barrios distintos. Yo soy de lo que los cocolos llaman la Losa, nacido y criado en el Condado, a una cuadra de la playa. Víctor se crio en Puerta de Tierra. Vive en el Falansterio, el primer proyecto de vivienda pública en Puerto Rico, a una cuadra de los puertos. Si no hubiera sido por La Guagua Seis de San Ignacio nunca nos hubiéramos hecho amigos.
La Guagua Seis era la ruta que iba de Puerta de Tierra hasta el Condado. La cogíamos desde que éramos mojones del primer año de escuela superior. Sánchez era el chófer. Era famoso porque por la mañana, camino a San Ignacio, se detenía en una gasolinera de la Fernández Juncos para aliviarse, y la muchachería aprovechaba para inundar el tanque de gasolina y descalabrar el cloche de la guagua.
La guagua siempre prendía y seguía su camino como si nada. Y nosotros, frustrados, nos esgalillábamos cantando, mientras salíamos de la gasolinera, “¡A Sánchez no se le para…no se le para el motor!”
Cuando éramos mojones sin carro, El Santo y yo éramos unos arroyaos, y teníamos que coger la guagua todos los días, y vivir a la sombra de Alicea, un junior socotroco y medio choreto (y por eso acomplejao) que nos aterrorizaba durante las dos horas que tomaba el recorrido de Santa María hasta Puerta de Tierra. Alicea se aburría y la cogía también con los de segundo.
Pero El Santo había sido un duro desde que era mojón, alto y fuerte. Y nadie se metía con él. Además, se la pasaba basilando. Era un pelador, y le caía bien a todo el mundo, hasta a los curas, que estaban convencidos que tenía potencial espiritual. No por nada, El Santo había sido el vela güira estrella de los Leones de San Ignacio por tres años.
El Santo y yo nos habíamos visto, una que otra vez, en el pastizal, fumando con los panas. Pero éramos amigos inseparables, desde que Víctor me defendió, cuando Alicea la cogió conmigo.
“Padrino, a la silla eléctrica,” anunciaron los tenientes de Alicea desde los bancos infernales de la parte de atrás de la guagua. Lejos de la mirada retrovisora de Sánchez.
La silla eléctrica era una tortura china que Alicea se había inventado. Sentaban a la víctima en el penúltimo banco de la guagua rodeado por él y sus guasones, y metían jinquetazos de todos lados antes de que el “acusado” pudiera defenderse. Era una forma de soportar el lento recorrido de regreso a nuestras casas.
No había cómo decir que no. Si se resistía, los tenientes venían a buscarlo. Si los ignoraba, Alicea mismo se presentaba, y rompía a traquetear con el bulto, con los libros y las libretas, con las asignaciones. La única forma de pararlo era cruzando la corta distancia a la parte de atrás de la guagua y resignándose a pasar cinco minutos en la “silla eléctrica.” Cinco minutos que parecían una hora.
“Acelera, Padrino, que hoy es tarde, como dice José José.”
Víctor estaba sentado en uno de los bancos a la mitad de camino. Se apoyaba contra la ventanilla, con los audífonos de su Walkman puestos, mirando adelante. Sus Converse me bloqueaban el camino. Me miró y debí haberle dado lástima. Cogió y se paró antes de dejarme pasar atrás.
“¿Por qué no te metes con alguien de tu tamaño?” le sopló a Alicea.
Ahí nada más se formó la de San Quintín. Alicea, que no podía darse el lujo de perder, arremetió contra El Santo sin pensarlo dos veces. Pero El Santo estaba blindao, y le dio tremenda cátedra. Lo paró con una manaza y con la otra le dio una galleta que resonó por toda la guagua.
Salté por encima de los bancos y le tiré con todo lo que tenía. No le llegaba a la cara, pero arremetí contra su estómago. Hasta Sánchez miró por el retrovisor. Los tenientes de Alicea se quedaron freezaos. El juego había terminado, per secula seculorum.
Desde ese momento, Victor y yo nos hicimos panas fuertes. Éramos inseparables. Jangueabamos en los pasillos al aire libre del colegio entre clases, gufeábamos en los bancos de concreto armado, comparábamos notas de nuestros discos favoritos, jugábamos cocinas en la cancha de baloncesto, nos sentábamos juntos a comer en la cafetería. Compartíamos nuestros Merits en el pastizal. No teníamos que hablar demasiado. Nos entendíamos con la mirada, como John Lennon y Paul McCartney en Rishikesh, antes de la traición, antes de Yoko Ono. Había quienes nos creían farifos, pero nadie decía nada, y nadie se metía con nosotros.
Terminamos comprando dos cassettes tapes en Stereo Warehouse: “London Town” de McCartney y “Feliz me siento” de Adalberto Santiago. Nos pusimos las gorritas y los guantes de “Breaking Away,” nos montamos en nuestras camellas, y salimos disparados para el Hilton.
La mañana estaba por la maceta. La brisa del mar nos golpeó de lado en el Puente dos Hermanos, refrescándonos. La piedra del perro del San Gerónimo, símbolo de la fidelidad eterna, contemplaba el horizonte.
Ni yo ni El Santo éramos miembros del Caribe Hilton Tennis Club del hotel. Mi familia lo había sido por muchos años, pero después del divorcio, Mami había dejado expirar la membrecía, junto con muchos otros privilegios. Yo tenía una tarjeta expirada, y nos habíamos tratado de colar, pero ya nos tenían fichaos, y no nos servía de nada. Por suerte, El Santo tenía una tía que trabajaba de mucama en el Hilton y nos había enseñado todas las entradas de servicio que estaban abiertas y sin supervisión.
Entramos al hotel por el sótano. Al calor de las máquinas industriales de lavar y secar ropa de cama, nos cambiamos en los baños del servicio, cogimos toallas todavía calientes, y salimos como era nuestro hábito, por el jardín oculto y sin guardias de los pájaros flamencos y los peces Coy. De ahí pasamos a la única playa privada de Puerto Rico, escogimos nuestras lounge chairs, planchamos las toallas entre las cintas de plástico, y jugamos un partido de backgammon, al ritmo de “Girlfriend,” de Wings.
“Girlfriend, I’m gonna tell your boyfriend, yeah. Tell him exactly what you’re doing, yeah.”
Canciones de Rock y Pop eran nuestros anzuelos para cachear gevas en la playita del hotel. Dejábamos la Salsa para más tarde, al final del día.
“Manguea, broqui. Coming at you. Two o’clock,” le dije a Victor.
“Están buenísimas,” me susurró, aunque estaba seguro que no nos entendían.
Las dos rubitas caminaban por la playa buscando un lugar donde sentarse. Dejaban sus huellas en la arena que se llenaban de agua y se borraban en un instante. Hicimos contacto con los ojos y les sonreímos. Oyeron la música y vinieron a estacionarse al lado de nosotros.
“You like Wings?”
“Y más las de un pollito como tú,” dijo El Santo.
“What was that?”
“And how,” disimulé.
“Wanna play a game?” les preguntamos.
Las rubitas se miraron, se rieron entre sí, y se sentaron con nosotros.
Era nuestro ritual de fin de semana. De vez en cuando ellas o nosotros sacábamos un yeyo, y nos íbamos a fumarlo en algún lugar remoto del hotel, cerca del fortín de San Gerónimo. Volvíamos a la playa con una nota nítida, y después de jugar un set de backgammon les preguntábamos dónde tenían su cuarto. Nuestro objetivo siempre era que nos llevaran arriba. Pero en cuanto sacábamos el tema, ahí mismo se levantaban, y nos soltaban como bolsa, frente a una nube con fuerte aroma de Hawaiian Tropic. Se nos bajaba la nota.
“¿Ya te conté de Tutti?” le pregunté al Santo.
“He oído mucho de ella, pero nunca la he visto. Creo que es puro cerebrito tuyo.”
“La verás esta noche, en Disco Casino.”
Tutti era estudiante en María Reina, era la hija de una buena familia. Cuando mis padres estaban casados, sus padres y los míos salían juntos a almorzar en el Club Náutico. Eran gente de lanchas y cocteles, y habíamos coincidido par de veces en St. Francis Bay, precisamente donde Paul McCartney y Wings habían grabado “With a Little Luck,” en un bote de motor, hacía dos años ya. Por eso me había comprado el cassette tape.
“With a little luck, we could shake it up. Oh yeah!”
Tutti era una mami, y yo estaba super enchulao, pero no había llegado ni a primera.
“El Satélite, ese papichulin preetybody de la clase, ha sido su gevo durante un año. Pero se pelearon en el Ring Dance, y aproveché y la invité al Casino de Puerto Rico para esta noche.”
Llamaba a Pedro, El Satélite, porque se parecía a la tierra en la canción de Raphael. Iba tan poco a poco que no iba para ningún lado.
“Y te aceptó?” El Santo levantó las cejas.
“Nos vamos a encontrar en la entrada.”
Más tarde, esa noche estaba esperándola a la entrada del Casino de Puerto Rico en el Condado. Su mamá la trajo y la depositó frente a mí. Abrí la puerta del Mercedes y Tutti salió del carro, despampanante.
Llevaba puesto unos mahones bellbottom deshilachados y una blusa de manga larga de colores brillantes. Una gargantilla de madera complementaba el hippie look.
“No se apure, Doña Tata, yo se la cuido,” le dije a su mamá.
La Doña me ignoró, y se dirigió a Tutti. “Ya tu sabes, mija, a las 10 sharp, estoy aquí para recogerte.”
“Ta bueno, Mami. Dame un breakesito.”
Tutti le sopló un beso a su mamá y entró al Disco Casino cogida de mi brazo. Yo estaba en Cloud Nine.
La sala de baile del Disco Casino es circular y oscura, como el OVNI de Isla Grande. Seis columnas de concreto armado sostienen la cúpula del techo de donde cuelga una enorme bola de cristal, que giraba mientras reflejaba los rayos multicolores de las luces que prenden y apagan al latido de los bajos eléctricos. El disk jockey está instalado entre dos de las columnas. También está flanqueado por unas bocinas con unos woofers enormes que hacen temblar el esqueleto.
Entre las otras columnas hay mesitas y sillas. La barra está en el edificio aledaño.
“¿Qué te traigo?” le pregunté a Tutti.
“Una piña colada, plssss.”
“Ahora mismo regreso.”
Salí del cuarto a buscarla. “More Than a Woman To Me” de los Bee Gees comenzaba.
“Oh, girl, I’ve known you very well, I’ve seen you growing every day.”
Apresuré el paso. Tenía que comprar los tragos y volver a la mesita antes de que terminara la canción. Era el momento que tanto había esperado. El ganso de Pedro solo me lo había pospuesto. Ya me veía mano a mano con Tutti, con la otra en su espalda. Todo dirigido hacia el chupete que me tenía que agenciar antes de las 10 de la noche, cuando Doña Tata la vendría a recoger. Pensé, “Es una lástima que El Santo nos se haya presentado para ser testigo de mi conquista.”
Volví con los palos a la mesa justo cuando terminaba la canción, y ahí fue donde los vi. Victor y Tutti, brillando hebilla en una loseta. La visión me dejó pasmado.
El Disco Casino es una discoteca ecléctica. Toca Salsa igual que Rock y Pop. El próximo número fue “La Amistad” de Adalberto Santiago.
“Una amistad verdadera no se encuentra dondequiera.”
Tutti y El Santo se quedaron solos en la pista de baile. Confieso que hacían una buena pareja. La luz parpadeante los iluminaba y parecían moverse en cámara lenta. Tutti se mecía con sus vaqueros apretados. El Santo con su camisa polyester, y la peineta en el bolsillo, la llevaba amorosamente de la mano.
***
Estaba encabronado y por poco los interrumpo. Pero lo pienso de nuevo y me aguanto las ganas. Creo que se la debo, aunque en verdad les digo que el Santo me la está cobrando bien cara.
19 responses to “Una cara amistad”
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