
Chacho, me tomó tiempo encontrar un parking. Mami me dejó usar el Renault 12 porque mi hermano subió a la mediana de la Baldorioty el BMW 2002 que me tomó dos años volver un tremendo bajapanti: total loss. Le di la vuelta a la placita en la cafetera como tres o cuatro veces. Una. Dos, a la tercera fue la vencida. Gracias a Dios unas turistas me abrieron un espacio en la Norzagaray, y no tuve que caminar demasiado para llegar al party.
Era una noche de verano caliente como las de antes de irme a los Estados Unidos para estudiar en la universidad. La placita de San Juan estaba prendida. Jóvenes tocaban congas frente a la estatua de Juan Ponce de León. Los corillos le daban vuelta a la estatua del gobernador, hecha de cobre, dizque con las armas fundidas de los ingleses que invadieron la Isla. Nuevos adolescentes conversaban y bebían Medallas. Una nube de pasto flotaba sobre sus cabezas. Nada había cambiado después de un año de ausencia.
Buscaba a mi corillo que debía estar esperándome. El plan era encontrarnos en la placita y janguear antes de bajar la loma de la Calle del Cristo y tomarnos unas birrias en el Batey.
Vi al Monumento primero. Así llamábamos a José porque tenía tremenda cabeza, literal y figurativamente. Era un verdadero fajón y todos los sombreros, que nunca dejaba de llevar, le quedaban apretados. Cuando se los quitaba, le dejaban una cinta colorada en la frente. Había sido miembro del consejo de estudiantes los cuatro años de escuela superior y se había ganado todos los premios.
“¡Padrino!” me dijo y me abrazó.
Me llamaban el Padrino porque mi ronquera se parecía a la de Marlon Brando en la película. No me gustaba que me llamaran así, pero después de un año en el jurutungo viejo, donde nadie me reconocía, hasta los insultos eran una bendición. Me hacían sentir que todavía era parte de algo más grande.
“¿Qué pasó, mano? ¿Cuándo llegaste?”
“No hace mucho. Había un tapón de madre en el expreso. Bumper a bumper casi desde Santa María. La Isla está cundía de carros tortuga. Pero aquí estoy.”
Nos habíamos citado después de la misa fúnebre para Carlos. Era lógico que la hubieran celebrado en San Ignacio. Después de todo, había sido el colegio de todos nosotros.
“No veo al Turista todavía.”
Johnny (aka El Turista), era el surfer del corillo y nuestro mejor capeador. Era famoso porque llegaba a la clase de matemáticas (la primera del día) con Aviators Ray Ban y chancletas, en parte para esconder los ojos que tenía prendidos como bombillas de Navidad. Mr. Cortés le dio su apodo. “Ahh, mira que bien, llegó el turista!” le decía. Y así se quedó. Johnny se reía, arrebatao como estaba. Se caían bien.
“Espérate, creo que lo veo venir, gufeando con El Santo.”
El Santo era el quinto mosquetero. Victor de pila, pero Santo por bautismo porque no podía hacer nada malo. O por lo menos eso creían los curas de San Ignacio. Nosotros lo conocíamos mejor. Tremendo deportista. Varsity tres años. Se comía a los nenes crudos en los juegos de cocina donde apostábamos y perdíamos hasta el almuerzo. Pero en verdad, era un vela güira, siempre debajo del canasto. Y como era alto… “Por ahí va El Santo con el globo! Yo lo conozco, apúntalo!” Aquello era un miqueo para Víctor.
El Turista se quitó las gafas y nos abrazó. “Bróder, esto está cooking!”
El Santo me apretó la mano con su manaza que podía agarrar una bola de baloncesto y donquearla en un santiamén. Miró a José y hizo la señal de la cruz. “Dios te bendaga, Monumento, y a ti también Padrino.”
Bajamos la colina de dos en dos. Caminando cerca de la orilla de una de las aceras más estrechas de Puerto Rico. Pasábamos los carros casi estacionados en la calle, bajando la jalda adoquinada, con las ventanas abiertas. “Ligia Elena” del Solar de los Aburridos a to fuete de los Toyotas cocolos. “Don´t Stop Believin’” de Journey de los Camaros rockeros.
Entramos en fila india al “Batey,” nuestra ratonera de cantazo, como las de muchos otros como nosotros. Sudando y sin aire acondicionado. Un abanico que colgaba de las vigas de ausubo chirriaba, pero casi no se oía por el ruido de las conversaciones. Los ladrillos explotaban detrás del estuco. La barra llena de gente, jangueando.
Ocupamos una de las mesitas altas, y dividimos las tareas. El Monumento se fue con el cambio a poner las pesetas en la mesa de billar, detrás de las que esperaban su turno contra el equipo ganador. La misión del Santo, por su altura, era pedir los tragos en la barra: Tequila Sunrise, Screwdriver, Long Island Iced Tea, y el clásico Cuba Libre. Me quedé hablando con El Turista.
“¿Cómo te va de regreso por California?” Lo habían aceptado en Cal State University, Long Beach, pero para mi Long Beach y Los Angeles eran la misma cosa. Johnny había venido a parar a Puerto Rico pero su familia venía del norte, a donde él, por lo menos, quería volver. Hablaba un inglés que era la envidia de todos nosotros. Era más heavy que cool. Miembro del Club de English Forensics. Gran declamador y mejor intérprete de los clásicos de Crosby, Stills, Nash and Young. Ese gusto por el rock quedao de los sesentas era lo que lo había unido a Carlos.
“Como pez en el agua. A Carlos le hubiera gustado visitarme. El surfing en Long Beach está cabrón. ¿Tú?”
“Estoy en las montañas de Massachusetts, con un frío pelú, pero bien. Me llevé de compañía uno de los discos que le robé a Carlos: So Far, de CSNY. Ahora, es mío, supongo.”
“Creo que a Carlos le hubiera gustado que te quedaras con él.”
“No sé, la última vez que lo ví, estaba furioso conmigo.”
“No puedo creer lo que le pasó.”
Carlos había vuelto de Emory ese verano. Lo asaltaron en su carro frente a Stella Maris en Condado. Se lo llevaron y apareció unos días después en su Mercedes, abandonado.
“Nadie puede creerlo. Los periódicos dicen que el asalto vino de la nada. Lo cogieron mientras esperaba a que cambiara la luz.”
“Lo veía venir. Las cosas aquí se han puesto de color de hormiga brava. Lo mejor que hacemos es irnos. Yo ya estaba preparado. No voy a extrañar la isla del espanto.”
Las opiniones del Turista eran siempre fuertes y parecían a veces soplamocos verbales. Era algo que admiraba en él. Yo siempre fui más melindroso y tiquismiquis. Mi abuela me decía que había que darle la vuelta a las cosas difíciles. Mi idea no era irme de la Isla. Veía la universidad como una prueba más, otro examen, antes de graduarme y empezar mi vida que sería como la de mis padres: casa, patio, perro, hijos y un Volvo. Era cuestión de seguir copiando. Sólo que yo no me divorciaría.
Johnny era como Carlos, un rebelde quedao. Se habían opuesto terminantemente a ponerse el tuxedo para la foto de graduación. “No vamos a dejar que el sistema nos corrompa y nos vuelva pingüinos,” habían escrito en el Anuario. “Qué dirán nuestros hijos cuando nos vean años después?” Había sido un acto valiente de Carlos y del Turista, consecuentes con sus ideales. Yo me había puesto mi disfraz de pingüino. Pero Carlos, Johnny, y José habían sido más optimistas que yo, y que El Santo, que ahora volvía de la barra con dos de los tragos.
“Chúpense esta, mientras les mondo la otra,” nos dijo, y se fue a buscar el otro par de tragos.
Johnny sacó un yeyo y lo prendió. Yo no lo podía creer.
“¿Estás loco? ¡Apaga eso!”
“Cálmate Padrino, aquí nadie se entera. El pasto está regao.”
Cleka, como siempre, cogí mi Tequila Sunrise y solté al Turista como bolsa para que el Santo cargara con él.
Me fui a buscar a Monumento, que me vio y me hizo señas para que fuera a donde él. Era nuestro turno, y le ponía el triángulo a las bolas de billar para empezar el nuevo juego. Como jugábamos contra el equipo ganador, nos tocaba recoger las bolas de los perdedores.
José tenía mucha experiencia jugando billar. Era uno de los asiduos al Senior Room, donde los miembros de nuestra clase gozaron de todo tipo de privilegios. Como el parking, el Senior Room era una zona sin supervisión, y eran las dos áreas preferidas por nuestro corillo. José, El Monumento, tenía una mente matemática, algebraica, privilegiada, y sabía usar las bandas de la mesa a la perfección. Era el Willie Mosconi del Senior Room. Carlos era su compadre, Minnesota Fats. Nadie podía ganarles.
Después de romper, le tocó el turno a José. Hizo su cálculo primero. Colocó su taco de billar delicadamente entre sus dedos en forma de triángulo. Bajó su cabezota, apuntó, y disparó su tiro. Banda, banda, y pa’dentro. Así, se pasaron tres tiros. Uno detrás del otro. Todos dieron en el blanco.
“Te lo dejé fácil, Padrino.”
“Cómo te van las cosas en Pennsylvania?” le pregunté. Monumento era un playero, pero también era un estofón. Lo habían aceptado en UPenn donde quería estudiar negocios. Su plan era graduarse temprano, hacer una maestría combinada en Wharton, y volver a la Isla.
“Todo iba according to plan, hasta que recibí la noticia. Estoy patidifuso.”
“Te refieres a la muerte de Carlos?”
“Tenía pensado ir a visitarlo, cosa de ponernos al día.”
Me tocaba a mí. El tiro se me fue de rolinpín. Pensé que Carlos se hubiera reído. Era un guasón. Nos recordaba el otro lado de la vida. Que no todo era ganar dinero, que también era nuestra responsabilidad saber jugar. Y saber jugar bien. Había que estudiar el estilo de los mejores jugadores, ya fueran en el billar, o en la música. Johnny me había dicho que había explorado con Carlos todo el repertorio de Neil Young y Stephen Stills. Que era un excelente guitarrista.
“Su muerte me ha hecho preguntarme si todo este trabajo vale la pena. ¿Para qué estudiar tanto, si al final perdemos el juego?”
Así fue. Perdimos el juego y nuestra peseta. Monumento y yo volvimos a la mesa con El Turista y El Santo. Terminamos nuestros tragos y salimos a la calle. Bajamos la cuesta. José y Johnny decidieron parar y tomar tragos en Maria’s. Yo y Víctor seguimos bajando hasta las lanchas de Cataño.
“¿Quieres hacer el viaje de ida y vuelta?” le pregunté al Santo.
“Vamos. Es el viaje más barato del mundo. Una sola peseta.”
Nos subimos al ferry, y la lancha comenzó su viaje. Era un barco viejo, oxidado, y lento, pero tenía una vista incomparable. Las luces del pequeño pueblo de Cataño se veían al otro lado de la bahía. Era una noche clara de luna llena. Las aguavivas brillaban en la superficie negra del agua.
El Santo rompió el hielo, “La misa fue difícil.”
Me confesó que hasta ese momento, había contemplado el sacerdocio. Víctor había sido un favorito de los curas de San Ignacio, que pensaban que tenía potencial espiritual. Por eso se había quedado a estudiar en la Isla, y no había querido irse a los Estados Unidos. Vivía con su familia en Río Piedras, iba a clases a la Universidad de Puerto Rico, y volvía regularmente al colegio para hablar con sus mentores.
Pero Víctor era también de nuestro corillo, y vivía una vida aparte de la que se imaginaban en el colegio. Carlos y yo habíamos hecho amistad temprano con él en los primeros años, cuando el Principal, nos cogió fumando cigarrillos en el pastizal que colindaba con la propiedad de la escuela. Allí íbamos durante el recreo, y los sacerdotes lo sabían, por lo que hacían sus redadas regularmente. En aquella ocasión, Víctor, El Santo, le mintió al Principal para protegernos. Dijo que los cigarrillos eran suyos. En realidad eran de Carlos. Así era el Santo, cómplice y entregado a sus mejores amigos.
“Ahora sí que estamos separados,” me dijo. “Ahora sí que no volveremos a estar juntos.”
Nos apoyábamos en la baranda de la lancha y veíamos las estrellas en la línea del horizonte, más allá de la bahía de San Juan, más allá del Morro.
“Me siento perder la fe.”
No sé qué babosería le dije. Seguramente algo para salir del paso. No tenía nada que añadir.
***
Más tarde, camino a mi cafetera Renault en la Norzagaray, recordé la última vez que nos vimos. Nuestro grupo se había empezado a disolver, y explorabas otros intereses, otros amigos, otros corillos. Nuestra amistad siempre había sido frágil. Nos habíamos criado juntos y nos habíamos peleado y reconciliado muchas veces. Pero después de la graduación, lo que quedaba no tenía chance.
“La libertad es brutal. Pero no te friquees broqui, todo va a salir bien.”
Por eso me robé el disco.
Se me había bajado la nota. Temía el vuelo de regreso a las montañas de Massachussets.
Bajé las ventanas de la cafetera. Puse un casette tape. Sonaron cuerdas eléctricas, los acordes de un órgano Hammond, y la voz de David Crosby que cantaba, “Far away, where we might laugh again. We are leaving, you don’t need us.”
Nos dejaste para siempre, Carlos, y ahora tenemos que repensar a dónde vamos a parar. Qué cráneo, mi pana.
One response to “Volando bajito”
Nada como los panas de escuela. También perdimos uno, Pilico el surfer, por culpa de un conductor borracho. Recorder es vivir.